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Diario de la Expedición
Imágenes
Crónica:

5 de agosto de 2008

Llueve en Moscú.

No era una lluvia fina, ni un chipi chipi de esos que tardan en calar, era una manta de agua como Dios manda, y no tenía visos de pararse. Así que allí estábamos, en la entrada del metro de Kitay Gorod, sin un triste paraguas del que echar mano. Menos mal que en Moscú una visita al metro es una opción tan válida como ir a un museo de arte,…o de historia. En la época soviética, el metro se convirtió en excelente escenario para la propaganda del régimen, una sala de exposiciones tras otra ante las que desfilaban cada día millones de personas. Vuelta a los datos mastodónticos: en la actualidad llegan a usar el metro hasta 9 millones de personas cada día. Nos lo cuenta orgulloso la persona más amable que hemos encontrado en esta ciudad, un ruso residente en Andorra que nos guía hasta una de las estaciones. Asegura que el metro moscovita transporta más personas que el de Nueva York y Londres juntos. Puede que sea verdad. No pasan más de dos minutos sin que pase un tren en uno o en otro sentido en medio de un chirrido ensordecedor que a buen seguro supera también el de sus competidores. En un instante la estación se inunda de un torrente de personas corriendo entre los estudiantes que tratan , a duras penas, de retratar alguna de las estaciones suntuosamente decoradas con mármoles rojos y blancos o con estucos finamente labrados o brillantes mosaicos de todos los colores con estampas de la historia de Rusia. Imágenes iluminadas tenuemente por la luz de altísimas lámparas de araña; escenas de batallas, las ganadas por supuesto; de campesinos agradecidos al régimen soviético que les ha regalado su primer tractor, a repartir claro; de mujeres felices que ensalzan la figura de Lenin. Lenin por todas partes…y hasta un poquito de Stalin. Pero una decena de estaciones después la propaganda soviética no ha servido para conjurar la lluvia que sigue cayendo con fuerza sobre una ciudad en tonos grises…¡en agosto!
Nos refugiamos en un restaurante cuyo nombre nos parece impronunciable, para muchos ilegible, y entre bocado y bocado los estudiantes empiezan a hablar de despedidas. Todos sentimos que empezamos a regresar casi desde el momento en que terminó la totalidad del eclipse, pero los más jóvenes de la expedición son los que más notan como se tensan los fuertes vínculos que han creado entre ellos desde que comenzó el viaje. Han recorrido juntos casi 12.000 kilómtros de viaje, 6600 a bordo del Transiberiano; han contemplado un eclipse total de sol en las orillas de un lago de Siberia, han contemplado las coloridas cúpulas de la catedral de San Basilio desde la Palza Roja de Moscú. Y han aprendido a contemplar el cielo, a distinguir planetas, estrellas y constelaciones, a entender otras costumbres y , a veces, a soportarlas. Y sobre todo han reído mucho juntos. Y todo eso une.
Esta piña de jóvenes está a punto de terminar un viaje que van a recordar toda su vida, no importa la isla en la que vivan, ni lo que tarden en volver a verse, tienen ya una experiencia vital que tal vez les ayude en el camino que acaban de empezar a recorrer. Es quizá la última de las metas de la Ruta de las Estrellas. Y al igual que las demás en este viaje, podemos decir orgullosos que lo hemos conseguido.

ROBERTO GONZÁLEZ


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